Estos días
termine de escribir un cuento basado en esa extraordinaria novela ucrónica que
es Danza de Tinieblas, del amigo escritor Eduardo Vaquerizo – y escribiéndola
me di cuenta cuanto me identifico con esa Madrid imperial, de los Austrias y
sus colosales edificios, palacios e iglesias, que amo de alguna manera sus
viejos callejones, sus ancestrales puentes, sus eternas fuentes.
Aun hoy en
día cuando paseamos a cualquier hora por la Gran Vía desde la calle de Alcalá hasta
encontrarnos la Plaza España y el monumento a Cervantes con las estatuas del
Quijote y Sancho, frente la ahora remodelada Torre de Madrid, con el moderno tráfico fluyendo y la gente
moviéndose con prisa hacia el Metro o la autopista, encontramos algo en todo
ese espacio imponente, digno de un imperio o de una nación.
Madrid comenzó
siendo la villa veraniega de un rey y termino formando la capital de un imperio
naciente, que se extendió más y allá y mucho antes que el Imperio Británico, y
las novelas de Vaquerizo nos recuerdan, que la única diferencia fue la
Revolución Industrial, que los ingleses explotaron primero y en plena expansión.
La riqueza que llegó de las colonias fue tanta, que desde entonces, los
españoles parecen conformarse con lo que hay, con lo que los reyes o
gobernantes de turno les dan, y seguir viviendo bien, entre cañitas y cañitas,
purito en mano, y un bocata de calamares. Parado en el Museo del Jamón a las
11 de la mañana, no observo ninguna crisis, ninguna señal de que este país
tenga una tasa de desempleo del 26%, que este al borde de una revolución
social, o que la gente llegue a duras penas a final de mes. Todo transcurre
como siempre ha transcurrido en este Madrid de Dios, al menos desde 1561.
Es por eso
que este nuevo intento de literatura ucrónica es para mí un reto. Porque quizás
el Imperio hubiera podido extender su grandeza por medio de máquinas de vapor o
de hulla, ordenadores mecánicos y administradores más consientes. Quizás el
presente puedo haber sido diferente y el futuro más brillante; después de todo,
hombres valientes y con cojones como Joannes Salamanca, siempre han existido en
Madrid. Sigan sus aventuras, esta vez contadas con acento venezolano.
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